Un héroe con música en el alma

almeida

Por: Pedro de la Hoz.

1.

Era bien avanzado el mes de julio de 1953 cuando un hombre alto, de tez clara y cuerpo enfundado en un traje veraniego, tocó a la puerta de una humilde y pulcra casa de la barriada de Poey, en la periferia de La Habana. Preguntó por Almeida a una señora de mirada escrutadora. «¿Cuál de los dos? ¿El padre o los hijos?». Debe ser el hijo, el que trabaja en la construcción. Juan o, mejor dicho, Macho, como quedó en la familia al ser el segundo de la prole a causa de que la mayor, una hembra, al nacer su hermano, no dejaba de repetir: «Pero si es machito, un machito…».

Ese día hablaron, como otras tantas veces en los últimos tiempos, el visitante y el joven albañil. Éste presentaba una leve lesión en su mano derecha, por lo que el amigo que llegó a la casa trató de persuadirlo de que tendría otra oportunidad más adelante para emprender la obra en que ambos, y muchos más, se hallaban comprometidos. Para Charo, la madre, el hombre alto era alguien que venía a contratar a su hijo para un trabajo fuera de la capital.

Muchos años después doña Charo recordó:

Macho dejó que el hombre hablara, para al final pedirle que le lanzara una pelota que estaba en un butacón. La agarró en el aire con la mano izquierda: «Como acabas de comprobar, la mano con problemas es la derecha y no sé si te has percatado, yo soy zurdo». Pero el hombre no se daba por vencido. Parece que como vio la casa tan bonita, se le ocurrió decirle: «Hay otro problema, tú eres casado». Mi hijo se rio: «¿De dónde has sacado eso? Aquí vivo con mis padres y mis hermanos». Y alzó la voz: «Vieja, ven acá». Fui hasta donde ellos y Macho me dijo: «Vieja, este es Fidel Castro. ¿Te acuerdas de que conversé contigo acerca de la oportunidad de cambiar de trabajo? Bueno, es con el ingeniero Fidel, que va a hacer unas obras en Varadero. Es una buena oferta, ¿verdad?». Le dije al señor: «Mucho gusto, Rosario Bosque, para servirle. Esta es su casa. Si Macho dice que puede, póngale el cuño, que es cumplidor».

Horas más tarde Juan Almeida Bosque viajó a Santiago de Cuba e integró el destacamento de combatientes que en la madrugada del 26 de julio de 1953 asaltó el Cuartel Guillermón Moncada, la segunda fortaleza militar del país, bajo el liderazgo de Fidel Castro. Ya se sabe, aquella fue la chispa que generó el incendio. Desde ese día hasta la alborada del 1ro. de enero de 1959, Almeida se integró a los hombres y las mujeres de la acción del Moncada, junto a tantísimos más que a lo largo y ancho del país en montañas y llanos, a la luz del día y en las sombras de la clandestinidad, se empeñaron en hacer real el cambio: arrojar a la dictadura usurpadora, restaurar el sueño hasta entonces incompleto de José Martí, y culminar la gesta libertadora que en esa propia región oriental había comenzado un siglo atrás.

Al triunfar fueron por más, por hacer cumplir lo que quería Martí para la República, un pedestal donde se rindiera culto a la dignidad plena de los seres humanos, trazar un rumbo independiente para la nación sin ataduras neocoloniales, desmantelar los pilares de la injusticia, hallar el mejor modo posible de repartir entre todos la riqueza, luchar por la erradicación de la ignorancia, el analfabetismo, la discriminación y la explotación. Esto solo podía darse mediante la construcción de una nueva sociedad, bajo los preceptos del socialismo. Esto solo podía conseguirse a base de consagración, entrega, superación, sacrificio, fidelidad y compromiso, principios encarnados en las vidas y las obras del líder y la vanguardia.

El joven albañil lo tuvo claro: Fidel era el guía y a él se debía con lealtad y voz propia a esa vanguardia. Militó en ella cuando marchó al Moncada, ­soportó los días de la prisión fecunda en el Presidio Modelo de Isla de Pinos, viajó al exilio mexicano, se enroló en la expedición del yate Granma y escaló a la Sierra Maestra con el Ejército Rebelde. Y confirmó su puesto en primerísima fila cuando desempeñó importantes responsabilidades militares, entre ellas la creación del Ejército Central; participó en la fundación del Partido Comunista de Cuba, y desarrolló una intensa labor política en la antigua provincia de Oriente, durante más de siete años.

Miembro del Buró Político del Partido, diputado y vicepresidente del Consejo de Estado, una de las obras a la que en los últimos tiempos dedicó mayor energía fue a la fundación y consolidación de la Asociación de Combatientes de la Revolución Cubana.

Fidel, por supuesto, también lo tuvo claro. A raíz del deceso de Almeida escribió:

Tuve el privilegio de conocerlo: joven negro, obrero, combativo, que sucesivamente fue jefe de célula revolucionaria, combatiente del Moncada, compañero de prisión, capitán de pelotón desembarcando en el Granma, oficial del Ejército Rebelde –paralizado en su avance por un disparo en el pecho durante el violento combate del Uvero–, comandante de Columna, marchando para crear el Tercer Frente Oriental, compañero que comparte la dirección de nuestras fuerzas en las últimas batallas victoriosas que derrocaron a la tiranía. Fui privilegiado testigo de su conducta ejemplar durante más de medio siglo de resistencia heroica y victoriosa, en la lucha contra bandidos, el contragolpe de Girón, la Crisis de Octubre, las misiones internacionalistas y la resistencia al bloqueo imperialista. 

En una ocasión le pidieron a Almeida que definiera a Fidel en pocas palabras y pronunció dos: «Maestro y gigante». A Raúl siempre lo sintió como hermano entrañable.

2.

Al combatiente es imposible escindirlo del poeta. El hombre que en Alegría de Pío, apenas tres jornadas después del desembarco del Granma, al ser conminado a la rendición, respondió con una frase para la Historia –«¡Aquí no se rinde nadie, c…!», con el atributo fiero e indoblegable por delante, que ya había sido consagrado en un verso del extraordinario poeta y también combatiente que fue el español republicano Miguel Hernández–, era también el hombre sensible que evocó el amor de una muchacha mexicana al despedirse en la distancia para emprender la gesta en tierras cubanas, sin saber si la volvería a encontrar. “La Lupe” es una canción indiscutiblemente emparentada con las páginas a la mujer bayamesa, firmada una por Céspedes, Castillo y Fornaris en el siglo XIX y otra por Sindo en la primera mitad del siglo xx. Prueba al canto los versos que siguen:

Y ahora que me alejo

Para el deber cumplir

Que mi tierra me llama

A vencer o a morir

No me olvides Lupita

Acuérdate de mí.

Al valorar su obra musical, la destacada musicóloga, María Teresa Linares, expresó:

Si nos propusiéramos enmarcar la obra de Juan Almeida, tendríamos que señalar entre sus valores, sus aportes a la cancionística cubana; pero si quisiéramos formular un ­juicio sobre su permanencia en lo que será la historia de la música cubana, su presencia en el tiempo, “Dame un traguito” y “La Lupe” contienen los elementos de cubanía y de popularidad suficientes para que las generaciones del 2000 recuerden a aquel guerrillero, uno de los mejores capitanes que hizo tan buena música insertado en su cultura.

Por su parte, Harold Gramatges, en quien se reconoce su jerarquía en la música de concierto creada en América Latina y el Caribe durante la pasada centuria, apreció la capacidad de Almeida para transitar con igual gracia en la canción romántica y la música bailable:

Me siento a gusto con sus baladas que son en definitiva boleros acomodados a la línea de nuestra época; no por gusto varias de las mejores boleristas cubanas las han incorporado a su repertorio y las han defendido como se merecen. Pero, como yo soy un fervoroso amante del son, me siento todavía más a gusto cuando escucho esas composiciones de Almeida disfrutadas por la gente, que, como buenos cubanos, se sienten atraído por el baile. Puede que estés pensando en “Dame un traguitoʺ, pero ahora mismo compite en picardía y sabrosura el son en el que habla de una mujer que quiere que la miren. Si esto no viene de Miguel Matamoros o de Ignacio Piñeiro, que me digan de qué se trata. Y por si fuera poco acabo de escuchar un son elegíaco magnífico salido de su mejor veta poética y patriótica.

Harold se refería a “Ese son homenaje”, que Almeida compuso para honrar a Miguelito Cuní, cuya voz se hizo imprescindible en la línea frontal del conjunto Chapottín:

Este son

no se ha escrito para el baile

es un póstumo homenaje

al que tanto son cantó

lleno de gracia sonera.

Miguel Cuní se llamó.

Recuerdo a Almeida el día en que dijimos adiós a Elio Revé Matos, el hombre que puso a toda Cuba, de una manera creativa, a bailar el changüí. Cruzamos unas cuantas palabras en las que coincidimos en la necesidad de que el son y las especies bailables de nuestra cultura se mantuvieran vivas, lo cual, puntualizó, no quiere decir que permanezcan en el pasado. Confesó que no perdía pie ni pisada de lo que hacía Juan Formell. En el momento culminante de la ceremonia, Almeida profirió con voz rotunda: «¡Viva por siempre, Revé!».

En otra ocasión discutimos largamente sobre lo que se debía o no ser llevado al disco y, desde luego, la importancia de que la industria discográfica cubana ocupara un lugar prominente dentro y fuera de la Isla. Él mismo había sido el principal impulsor de la fundación de los Estudios Siboney, de la Egrem, en Santiago de Cuba. Tomé nota de algo que me dijo entonces: «El disco es la memoria, y eso lo tenemos que interiorizar. Hay tantos valores que no se advierten si no pasan por el disco. Hay otros valores que nunca sabremos lo que pudieran haber sido porque no grabaron. La prensa debería darle calor a esto».

Es que en el poeta y el combatiente se articulaba el sentido de la memoria histórica. Almeida escribió libros; unos sobre su propia experiencia revolucionaria y guerrillera; otros para plasmar testimonios de hechos y gente cercana en el tiempo y el crecimiento humano.

Esa sensibilidad aflora, por ejemplo, cuando se vuelve a las páginas de Contra el agua y el viento, Premio Casa de las Américas en 1985. Solo alguien tocado por esa naturaleza puede lograr una descripción tan sobria y a la vez estremecedora como la que refleja el efecto del huracán Flora sobre el paisaje y las personas:

Una terrible pesadilla: una masa de agua carmelitosa en kilómetros y kilómetros cuadrados, sin que se le pueda ver el fin; cientos de objetos que sobresalen… Avanzan los objetos extraños y los conocidos, arrastrados por la corriente… también se ven cuerpos humanos, infortunados que no encontraron nada salvador a su alcance, nada a qué aferrarse… Sobre casas de mampostería de plantas altas, hay mujeres, hombres, niños, que han llegado a esos lugares buscando altura como refugio… Más adelante vemos vehículos, caravanas de camiones, tractores con carretas, todo cuanto puede prestar ayuda ante obstáculos insalvables.

Razón tuvo Roberto Fernández Retamar cuando al prologar ese testimonio afirmó: «Feliz Revolución la que tiene héroes con música en el alma y palabras para conservar y transmitir los combates, los esfuerzos y los sueños».

Fuente: Granma

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