Ernestina Lecuona, la musa de San Cristóbal

Ernestina-Lecuona

Dicen que, en las madrugadas apacibles, cuando La Habana está en calma algunos bendecidos escuchan el chirriar de la tapa negra de un piano de cola. Aquellos con dones místicos aseguran que Ernestina Lecuona regresa del sitio donde dicen, no se sufre y se dispone a componer. Desde esos silencios rotos por el sonido de las teclas, los murmullos de la romántica ciudad se dejan escuchar sin altisonancias ni algarabías.

El Centro Asturiano de La Habana, el Conservatorio Municipal de Música y las clases de la connotada Madame Calderón, solo dieron forma a los talentos innatos de la matancera de cuna, pacificada por cierto espíritu cancionero, sin otro fundamento que la inspiración.

Amores y desamores no vividos en la intensidad de su obra, sino adquiridos por medio de no pocas musas, contribuyeron a que canciones como «Anhelo Besarte», «Ya que te vas», «¿Me odias?», «Jardín Azul», «Ahora que eres mía», «Cierra los Ojos» y «Junto al río» llegaran al repertorio de muchos solistas de su tiempo.

Se casó muy joven con el médico veterinario franco-holandés Juan Bautista Brouwer, nacieron de la unión Elisa, Julieta, Ángel y Juan –padre del afamado guitarrista y compositor Leo Brouwer. Tuvieron una madre que acalló su delirio por el piano para ofrendarles ese insustituible e inaplazable tiempo de afectos, sacrificio del que poco se habla.

Y allí quedó el instrumento, inmóvil su tapa negra. Cuando las manos de Ernestina se posaron otra vez sobre el piano, no hubo otra pausa que no fuera la muerte. De las pródigas teclas brotaban canciones, fantasías, criollas, guajiras, valses, danzones, himnos, sones, y sobre todo, boleros.

Programas de radio, escenarios teatrales de Cuba y Latinoamérica, giras exitosas, y el muy solicitado acompañamiento a grandes del patio y visitantes foráneos, dieron a sus dedos velocidad de ángel y gracia de musa.

Su casa, cumplidos los deberes maritales y maternales, fue un hervidero de aprendices, y su instrumento, dispuesto siempre, con afinación meticulosa y sonidos ancestrales. Así, hasta inicios de septiembre de 1951, cuando se mudó al firmamento a donde miran los artistas jóvenes de La Habana en busca de la iluminación. Esos bendecidos que en las noches tranquilas de la villa de San Cristóbal escuchan las largas manos de Ernestina despertando luciérnagas, cocuyos, mariposas y flores desde el teclado de su negro piano de cola.