El asché de Sergio Vitier en la guitarra cubana

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A caballo, donde el cruce de los trenes y el trinar de las aves inunda los sentidos de fascinantes sonidos, un mocoso de apenas seis años toca la armónica, mientras los abuelos sabios y los padres ilustrados le incendian el alma de cubanía.

Luego, sus manos se estrenan en los tambores de la rumba callejera, que parecen darle el asché para ejecutar finalmente la guitarra, como pocos, y Sergio Vitier emerge cual símbolo imperecedero del mestizaje en la música criolla.

Talento, sensibilidad, poesía, fueron la mejor herencia de una familia ejemplar y calaron en sus fuegos juveniles hasta ser referente obligado del arte sonoro en la isla, como compositor renovador para cine, televisión, ballet, danza folclórica y contemporánea, instrumentista o director de proyectos escénicos.

Entender la vida desde las cuerdas de su guitarra, resultó un don para el hijo mayor de Fina García Marruz y Cintio Vitier, el mismo que se reconoció en cada barrio marginal, reparto residencial, aroma de la campiña, nocturnidad habanera, siempre aprendiendo de grandes maestros y de anónimos ciudadanos.

Coinciden los estudiosos de la obra de Sergio Vitier en que el virtuosismo le permitió llegar a las raíces de la nacionalidad cubana, a ese cruce de múltiples caminos que latieron en su estética musical y trascendieron en la peculiar forma de vibrar sus arpegios.

Integró y fundó desde temprana edad agrupaciones hasta pertenecer a los más exquisitos colectivos, como la Orquesta de Música Moderna y el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC. Junto a su también talentoso hermano, José María Vitier, edificó obras monumentales.

Los reconocimientos, dos veces Premio Cubadisco, Premio Nacional de Música, sus sonidos tan sui generis, la muerte no pudo sepultarlos. Aún se siente galopar a Sergio Vitier, mientras su mano izquierda rasga otra melodía que enamora a la vida.