La voz de Caturla escuchada en una tarde de llovizna

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Por: Mauricio Escuela

La “Danza del tambor” resuena durante las visitas guiadas al Museo Alejandro García Caturla de Remedios, se trata de un periplo desde la africanía pura hasta la fusión con las identidades que componen a Cuba. Ya casi al final, oímos la “Berceuse campesina”, con sus arpegios que caen sobre las piezas coloniales de la casona, pesadas notas de un tiempo ya ido y que revive a ratos, como si nos moviéramos en una máquina sobrenatural. Así nace la cultura, tal es el verdadero rostro de la tradición. No solo se ama a la bandera y sus derivaciones patrias, sino a la pequeñez del suceso, como, por ejemplo, la cuna donde durmiera Alejandro y que se halla en la segunda habitación de la casa, a la sombra de las tantas paredes, como resguardo del mundo y lo atroz.

Vinimos a este tiempo, donde confluyen las identidades: el espacio mágico del museo, estadio intermedio entre lo que somos y lo que fuimos. Aquí se hace la cultura que nos torna un país independiente, en los trazos leves de una carta que vemos detrás del cristal, en la que Alejandro se dirige a su familia y les cuenta de sus clases de música en París junto a Nadia Boulanger. No hay grandilocuencias ni estridentes llamados a una patria en peligro, pero se nota detrás de la luz tenue de los vidrios en las urnas que Cuba está ahí, intacta, solo esperando a que conversemos con ella.

Los organismos vivos, como este país, no necesitan otra cosa que más luz. Por ello al salir al salón principal de la casona, vemos los tambores del inicio, ya metamorfoseados en unos cuerpos de madera y cuero, colgando de las paredes, en plena recordación de los episodios en los cuales Alejandro acudió al encuentro de los bembés y los ases de la música africana, allá por los primeros años del siglo pasado, en los tantos barrios remedianos.

Pero la batalla por la identidad, el choque civilizatorio no termina ahí y, guiados por ese tambor que no suena, sino que se siente en las notas de la pieza de Caturla, vemos a través de ventanal entrecerrado cómo entra el sol, para marcarnos el camino hacia un despacho donde, ¡omnipresencia divina!, hallamos el cuadro de Eduardo Abela titulado “La Rumba, una pieza única que, en el mismo tono de la vanguardia, se coloca en un sitial de honor, en la pared que rebosa de retratos de época, olor a antiguo y la vida potente, casi cotidiana, que se percibe en las salas de esta casona familiar.

Una cosa siempre he sabido: Caturla no murió, de hecho la presencia del traje balaceado me recuerda la manera abrupta del asesinato, vil, traidora, de plena transgresión de lo humano y lo noble. Y por eso mismo, casi quisiera sentarme a conversar con estos objetos, pasar la mano por encima de las mesas y las sillas, que brillan impolutas, como acabadas de dejar por sus inquilinos. La casona no ha cambiado, aunque afuera estemos en el siglo XXI, aquí incluso se viven los acordes decimonónicos de la Guerra de Independencia.

En una parte del despacho está, con su porte de señor respetable, Don Silvino García, el padre, el mambí, quien entrara con las tropas en aquella sesión de patriotismo que transformó para siempre a Remedios en uno de los corazones de Cuba. Bajo la sombra inmensa de Francisco Carrillo, los hijos de esta tierra están en las páginas de un legado a la altura de los héroes míticos. En unas de las tantas narraciones del periódico Patria, José Martí, que no tuvo tiempo de visitar Remedios, se refiere a Carrillo como el General de las Barbas de Oro, ese oráculo que decía de las experiencias de la Gran Guerra (1868-1878) como si fuesen piezas musicales, filmes, retazos. Allí, en los reflejos sin proyección, en esas vivencias, uno imagina a Silvino, germen de lo que fuera luego Alejandrito, el niño genio, que nos enseñó la justicia y la belleza. Cuentan que cuando el padre supo del asesinato del hijo, se desmayó y que nunca más volvió a ser el mismo hombre fuerte, invencible, que cargaba al machete en la manigua.

Remedios es nuestra Patria. He dicho en muchas crónicas que se trata de mi país, la nación a la que vuelvo en tiempos de tribulaciones, sin que me crea yo por ello una especie de hijo pródigo. En el cuadro de Abela hay unas manchas que no se distinguen, apenas pudiéramos decir que se trata de algún tipo de figuración, son los mismos arpegios de Caturla que incitan a descubrir lo sobrenatural, mostrándonos un avance de lo que hay en la otra vida, en la cual, sin dudas, la familia dueña de esta vivienda aún realiza las mismas rutinas, oye el piano, celebra saraos y lecturas de poesía, recuerda los combates contra los colonialistas y felicita a Alejandro, que acaba de llegar del juzgado o del teatro, luego de eliminar un poco de injusticia, o de regreso del último ensayo de la sinfónica, proyecto único en su época, concebido en la vecina ciudad de Caibarién.

Ya lejos del ventanal de la entrada, en los recovecos de la casona, el visitante halla el patio a la sombra de las plantas y las columnas neoclásicas. Allí, en una pared, la fotografía de época con Alejandro niño, vestido a la usanza, con su hermano Othón y, aunque no aparece, uno imagina a la nodriza negra bien cerca, una madre que llevó al niño héroe a amar la africanía, a introducirse en las entrañas de Cuba. En aquellos tiempos, nadie concebía el legado de los antiguos esclavos como parte de este país: las academias y el arte imitaban a Europa, emulando con los templos griegos y las traducciones de Byron, solo unos locos iniciáticos y lúcidos veían en la negritud el marco propiciatorio de una igualdad, una belleza y una justicia.

Nada hay como el museo, una luz en medio de la historia, máquina del tiempo que sin necesidad de adelantos, nos transporta. El periplo está en las últimas salas, ya con la música de la “Berceuse campesina”, esa que dibuja los tejados de Remedios bajo la llovizna y que nos recuerda los últimos años de Caturla, atribulado por la incomprensión de sus amores simultáneos hacia dos mujeres negras, hermanas entre sí. Perseguido por una moral que no le perdonó su genio, el hombre honesto, blanco en extremo, se sienta al piano y, en su imaginación, surge un tiempo que aún no viene, donde estamos todos, sin que existan distinciones, sin que se excluya al que piensa por sí mismo ni a los que sienten un amor tan genuino y real por el prójimo. Alejandro entra, en ese momento de la composición, en un viaje a la semilla de la tierra verdadera, la que aún no existe, va al futuro y nos lo trae, nos dice cómo debemos construir el horizonte.

Las notas de la pieza se acallan, es una lentitud acompasada que va durmiendo al visitante, en una invitación casi infantil que nos recuerda la cuna del salón de los inicios. Debemos ser como niños, un mensaje que cala en nosotros, los que hemos venido hasta la casona porque sabemos que no existen aquí fantasmagorías, sino la potencia sana de un país que aún tenemos que hacer y cuyos llamados se perciben intactos, aunque las balas marquen a fuego el traje del genio, con esos agujeros y las manchas de la barbarie. Callando, como lo hace la música, salimos al portal, ya de vuelta a este siglo: adentro ha quedado lo eterno, a la espera de que otros se sumerjan en ese oasis de belleza.

Caturla no es solo un músico más, hay algo en él por descubrir. El sol se proyecta sobre Remedios, casi moribundo, a esta hora de la tarde, y ambas iglesias nos recuerdan que en esta ciudad hay más de un episodio sobrenatural y heroico. Nunca lo sabremos todo, el tiempo y la historia se reservan sus secretos mayores.

Fuente: Cubahora