En tiempos de razonamientos y dudas juveniles en materia de música me pregunté las razones posibles por las cuales los temas seleccionados para ambientar el tratamiento de los hechos históricos y de las acciones de sus protagonistas, resultaban en ocasiones tan solemnes que lo elegíaco y lo épico se tornaba réquiem con una sonoridad más cercana a lo tenebroso que a lo lúgubre.
Como no encontré respuesta satisfactoria en mi derredor, opte por una solución un tanto salomónica: aceptar que la música incidental de “corte político-histórico» debía ser respetuosa y reverencial, como el amor a los padres y los abuelos, aunque sin la forzosa necesidad de vestirla de “cuello y corbata”, con lo que se corría el riesgo de crear un estereotipo, además de que la posibilidad real de que el empleo abusivo del sinfonismo, la altisonancia orquestal y otros malabares, debilitase la potencialidad sensorial de las instrumentaciones, limitando su función comunicológica y en lugar de hacer más potable el mensaje, lo enturbiaba.
Hacia finales de 1968 y principios del siguiente año, emergió en la escena musical cubana una pléyade de jóvenes creadores que, sin abjurar de la herencia de sus antecesores ni ser irreverentes –pero sí más contestatarios y sanamente subversivos–, introdujo una nueva concepción en el hacer y el entendimiento de la “canción homenaje”, en sintonía con una nueva realidad que exigía interpretaciones y lenguajes propios.
Era el resultado lógico de la dialéctica generacional que demandó de los creadores emergentes mayor modernidad y universalidad creciente.
De algún modo, fue el reacomodo de una premisa del ochocientos martiano: «Así como cada hombre trae su fisonomía, cada inspiración trae su lenguaje».
Este grupo de renovadores constituyó el núcleo gestor del Movimiento de la Nueva Trova, que en conjunto tuvieron una clara comprensión de la interacción dialéctica entre “tradición e innovación”, según apuntó Leonardo Acosta, quien destacó que para estos jóvenes músicos la exaltación acrítica del pasado constituía una “sacralización” de la tradición, tan negativa como hacer “tabla rasa de la tradición“ en aras de una modernidad y un cosmopolitismo ilusorio Y concluyó: “Cada obra de arte está enmarcada en su tiempo, y marcada por él, y tan poco sentido tiene hoy componer sinfonías a la manera de Haydn, como escribir sones calcados de Matamoros o Ignacio Piñeiro”.
Acosta, quien integró el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC, escribió que está agrupación supo “combinar la canción de contenido político y social con orquestaciones modernas y el uso de ritmos cubanos y brasileños, así como elementos del jazz, el rock, la música barroca y otras”.
La sumatoria de las circunstancias históricas, políticas, sociales y coyunturales permeadas en párrafos anteriores, propició la irrupción de lo que llamo “nueva canción homenaje“ para diferenciarlos de aquella que permanece apegada a los cánones de rutina.
Ilustro este tratamiento con la canción “El necio“ de Silvio Rodríguez. El mismo trovador que recreó con gran lirismo las hazañas guerreras de Ignacio Agramonte es el autor de esta canción dedicada al mayor mambí del siglo XXI.
En ella, Silvio resume (caracteriza) la conducta ética y revolucionaria de Fidel con un término no habitual para estos casos como “necedad“, aunque en la práctica no sea una necedad verdadera, sino un recurso poético del autor para aludir a la capacidad del líder rebelde de soñar “travesuras (acaso multiplicar panes y peces)” y concluir su existencia como la vivió siempre: luchando por el bienestar de la Humanidad.
Otro tema demostrativo de lo que explico es “¡Quién fuera como Maceo!”, de Francis del Río. La composición del autor granmense es la pista 12 de su segunda producción discográfica, titulada Vanidad de vanidades (Sello Colibrí, 2009).
La pieza es una rumba que se inicia con el toque mambí “a degüello“ y luego desencadena la mezcla de ritmos que caracterizan la música fusión de este creador.
El tono musical se aviene con el carácter broncíneo del Titan. La letra también se ajusta a la férrea personalidad del Héroe de Baraguá, que llevaba en su cuerpo cicatrices de 26 heridas de guerra, la última de ellas (7/12/1896 ), mortal.
De la canción y del videoclip de Roly Peña que le acompañó en el debut se ha dicho: “Lo de Francis y lo de Roly son machetazos atrevidos a los moldes del manual de tratamientos épicos…”.
Este tratamiento de la epicidad de nuestras personalidades históricas, puede que resulte del agrado de algunos puristas, pero así ha resultado además con la visión de Gabriel García Márquez de los días finales del Libertador Simón Bolívar en la novela El General en su laberinto y con las miradas martianas del cubano Fernando Pérez en su filme El ojo del Canario.
Estos caminos se encuentran poco trillados y creo conveniente continuar la exploración.
