Bola de Nieve, ese pianoman “intelectual y chic”

Bola de Nieve

Sin afán de generalizar, creo que casi todos los melómanos hemos tenido un inicio más o menos común: escuchando las músicas que oyen nuestros padres. Que más adelante nos gusten o no, nos identifiquemos con ellas o no, son otros cinco pesos. En mi caso (en mi casa) había una dotación de LP y singles, no muy grande pero variada, dividida entre los traídos por ellos desde Estados Unidos a su regreso a Cuba en 1959, y los que iban comprando en los años de mi niñez. Había de todo: clásica (Mozart, Bach, Chaikovski, Rachmaninoff, Dvorak), boleros y canciones (Meme Solís, Gina León, Elena Burke, Mario Suárez, el de Juan Almeida y sus canciones), bailable (Benny Moré), tradicional (Los Hermanos Ajo), la cancionística norteamericana de esos años (Paul Anka, Los Platters, Frank Sinatra), jazz (Stan Kenton, Glenn Miller, Benny Goodman, Artie Shaw), bandas sonoras (A Farewell To Arms) y orquestas tipo lounge como las de Stanley Black, Percy Faith y Enoch Light. 

Entre todos esos estaba Recital, un disco de Bola de Nieve. No diré que cautivó enseguida mi oído de niño, pero, sin dudas, su constante repetición hizo que muchas de esas canciones se alojaran en mis recuerdos. No sé si lo vi alguna vez en TV. Mi memoria se detiene solo en ese vinilo. Mucho después empecé a redescubrir la música del guanabacoense Ignacio Villa (1911-1971), sobre todo en mis días en la radio, por intermedio de dos inefables amigos que ya no están, enamorados del rescate del pasado (Bladimir Zamora y Sigfredo Ariel) y cuyos programas atrapaban por su realización y rigor histórico. Más tarde, me tocó también difundirlo en un espacio mañanero de músicas diversas que conduje. Estoy seguro que el background de aquel viejo disco fue un incentivo. 

Me sorprendían tanto las versiones que hacía de composiciones ajenas, como las de su firma. Entre las primeras, este LP que menciono era pródigo. Se apropiaba de una canción, al punto de que luego la escuchaba por otro (que podía ser incluso su autor) y me quedaba con la del Bola. Pienso en «La vie en rose», de la francesa Edith Piaf, tanto como en «La flor de la canela», de la peruana Chabuca Granda. Cantaba en varios idiomas, amén de que su castellano podía ser totalmente académico o marginal, según lo necesitara la pieza. Me encantaba su recreación entre jazz y bolerística de «Be Careful, It’s My Heart», del norteamericano Irving Berlin, tanto como el aire tanguero del «Vete de mí», de los hermanos argentinos Virgilio y Homero Expósito (será en tu vida lo mejor, de la neblina del ayer, cuando me llegues a olvidar, como es mejor el verso aquel que no podemos recordar). Lo mismo se aplicaba a su «Babalú», de Margarita Lecuona, el anónimo «Mamá perfecta», «Mesié Julián» (Armando Oréfiche la hizo pensando en él) y la trilogía acreditada individualmente a los hermanos Grenet: «Ay, mamá Inés» (Eliseo), la tierna «Drume negrita» (Ernesto) y «Vito Manué, tú no sabe inglé» (Emilio). 

De la rumba al bolero, de la nana al pregón, imprimía su sello con un toque pianístico como el mejor Lecuona («Epabílate») y su voz ronca, como de tragos y madrugadas, híbrido de Luis Carbonell con Louis Armstrong, que expresaba tanto humor como desconsuelo, recibiendo críticas y alabanzas a partes iguales. Podía parlotear, llorar, regañar, murmurar y reír en una canción, con un histrionismo que no he vuelto a hallar en Cuba. Además, Recital tenía dos momentos especiales para mí. «Ay, amor», que compuso en 1944 en Buenos Aires, y desde entonces es la que más asocio a su figura. Alto vuelo en el piano y un texto sin más pretensión poética que expresar pérdida y renuncia (si solo queda en mí dolor y vida, ay, amor, no me dejes vivir). Por cierto, más de cuatro décadas después, Carlos Varela utilizó la grabación de sus acordes introductorios para cerrar un tema con el cual homenajeó al Bola. 

El otro momento era «No puedo ser feliz», de Adolfo Guzmán. Una interpretación definitiva, delicada en las teclas, mientras su voz transmitía el desgarro de la separación al punto de que parecía quebrarse y terminar en una especie de sollozo. Como dice el texto, al menos en asuntos de amores, «no se puede tener conciencia y corazón». No es un LP que me impactó del todo, pero al igual que tantos artistas que mencioné arriba, Ignacio Villa es parte de mi niñez. Está tan ligado a ella como los juguetes de Reyes Magos y la escuela primaria Conrado Benítez; Walt Disney y Chaplin, las historietas de Hopalong Cassidy y las Selecciones del Reader’s Digest; Casos y Cosas de Casa y “Fantomas”, el Balneario Universitario y el Coney Island, las cámaras fotográficas con rollos de 35 y 127 milímetros, y el Ford Fairlane azul de mi tío; Charles Aznavour y Petula Clark; el Banco Núñez en Miramar y Los Zafiros, Julio Verne y los primeros hippies que vi en mi vida; El Corsario Negro y los dulces de naranjita; Pastilla de menta y La soga; los soldaditos de plomo y Louis de Funes, El Caballero de París y las meriendas en el Ten-Cent de Galiano. O la renqueante General Motors de la ruta 9, con su boletero, que nos llevaba a la casa de mis abuelos maternos en Luyanó. Casi un espejismo en blanco y negro, como la imagen del pianista en su frac. 

A mí no me tocó verlo actuar, pero conocí mayores que comentaban deslumbrados sobre aquel tipo que señoreaba en los cabarets más afamados de la ciudad. El ensayista Ramón Fajardo le dedicó un excelente libro, y sus discos (como este Recital) son la codicia de los coleccionistas. Hay días que me sorprendo cantando algunas de las piezas que popularizó. Debe ser mi manera de mostrar respeto hacia ese pianoman, “intelectual y chic”, que fue Monseigneur Bola de Nieve.

NOTA EDITORIAL

Esta crónica, de la autoría de Humberto Manduley, apareció publicada en AM:PM el 21 de octubre de 2022.