Por: Eusebio Leal
Al alba del 10 de octubre de 1868, a la vista del golfo de Guacanayabo y perdidas en la mirada las altas montañas del Oriente en el ingenio Demajagua, el abogado Carlos Manuel de Céspedes y López del Castillo reunió a aquella vanguardia selecta y aguerrida que, juramentada previamente en la reunión celebrada en la finca San Miguel del Rompe, más allá del Río Jobabo, habían acordado secundar al primero que se viera precisado a levantarse en armas.
Aquella secreta convocatoria celebrada bajo el juramento y el sigilo masónico con el nombre críptico de Convención de Tirzán, sería la última vez en que se dilatase el acto crucial.
En medio de un puñado de hombres y esclavos que ipso facto quedarían redimidos, el iniciador daba lectura al manifiesto que selló la determinación independentista:
Cuando un pueblo llega al extremo de degradación y miseria en que nosotros nos vemos, nadie puede reprobarle que eche mano a las armas para salir de un estado tan lleno de oprobio. El ejemplo de las más grandes naciones autoriza ese último recurso. La isla de Cuba no puede estar privada de los derechos que gozan otros pueblos, y no puede consentir que se diga que no sabe más que sufrir. A los demás pueblos civilizados toca interponer su influencia para sacar de las garras de un bárbaro opresor a un pueblo inocente, ilustrado, sensible y generoso.
Su bandera, que por primeva vez enarboló ese día, cosida por la joven lugareña Candelaria Acosta, le acompañaría hasta la Asamblea Constituyente de Guáimaro. Allí, por acuerdo de todos pasaría a ser un tesoro de la nación y sería colocada por siempre dondequiera que se reuniera y bajo cualquier circunstancia, una asamblea cubana. Para no agraviar esa precedencia acordarían asociarla a la del triángulo equilátero y la estrella solitaria que con idénticos colores: rojo, azul y blanco, habían diseñado los precursores y se convirtió luego en la bandera de Cuba.
Céspedes sería no sólo el valiente protagonista principal del diez de octubre. En los años venideros, incontables sacrificios y dilemáticos hechos se presentarían ante él como una sucesión vertiginosa que pasa necesariamente por momentos estelares:
– La refriega en el poblado de Yara que otorgaría nombre a la Revolución iniciada en el patio del ingenio.
– Su determinación de seguir adelante cuando en medio de la confusión momentánea se arremolinan junto a él sólo doce hombres.
– La toma de la ciudad de Bayamo, primera capital de la Revolución, su defensa fallida, su actitud ante la Asamblea Constituyente y su acatamiento del criterio mayoritario según el cual el presidente de la República en Armas debía someterse a una asamblea legislativa.
José Martí, Apóstol de Cuba, realizó el análisis certero de aquella utopía democrática al reconocer que Céspedes no creía en una autoridad dividida pues «la unidad del mando era la salvación de la revolución; que la diversidad de jefes, en vez de acelerar, entorpecía los movimientos. Él tenía un fin rápido, único: la independencia de la patria. La Cámara tenía otro: lo que será el país después de la independencia. Los dos tenían razón; pero en el momento de la lucha, la Cámara la tenía segundamente. Empeñado en su objeto, rechazaba cuanto se lo detenía»¹.
– Los avatares de su gobierno itinerante, la crudeza de la guerra desencadenada en toda su magnitud.
– El sacrificio de su amado hijo Oscar, capturado por el enemigo y ante el ofrecimiento de su vida a cambio de sus ideas responderá: «Oscar no es mi único hijo; soy el padre de todos los cubanos que han muerto por la Revolución». Y así nace el Padre de la Patria.
– Abierta la caja de Pandora, aconteció su deposición por un acto jurídico desentendido del carácter trascendental de su vida, obra y liderazgo. Hoy resultaría cuestionable bajo el principio de que la única fuente de derecho es la Revolución misma.
– Su peregrinaje ejemplar por los montes hasta arribar a un sitio entonces ignoto llamado San Lorenzo, donde el 27 de febrero de 1874 cayó serenamente sin renunciar a uno solo de sus principios.
La forja de la unidad de la nación ha sido una epopeya que jamás podrá ser soslayada o disminuida en su sentido vital. ¡Qué precio tan alto se pagó por la desunión o por tratar de anticipar los acontecimientos políticos! Así lo sintió Martí cuando realizó desde la emoción contenida su elogio de Céspedes y Agramonte:
De Céspedes el ímpetu, y de Agramonte la virtud. El uno es como el volcán, que viene, tremendo e imperfecto, de las entrañas de la tierra; y el otro es como el espacio azul que lo corona. De Céspedes el arrebato, de Agramonte la purificación. El uno desafía con autoridad como de rey; y con fuerza como de la luz, el otro vence… Aún quedará en el arranque del uno y en la dignidad del otro, asunto para la epopeya².
El presidente Céspedes fue depuesto de su magistratura en un campamento que llevaba el paradójico nombre de Bijagual de Jiguaní. Otra cosa no fue aquel sitio, un bibijagüero donde los héroes de patria chica quiebran el orden moral tratando de defender el constitucional.
La Revolución victoriosa del primero de enero de 1959, en su profundo accionar determinó que aquel sitio doloroso fuera cubierto por una presa inmensa, un lago purificador que lleva el nombre de Carlos Manuel de Céspedes. ¡Esa fue la determinación de Fidel!
¡Qué poder grande tienen los símbolos y qué papel redentor tiene la poesía para ayudarnos, sin perder un instante de objetividad, a comprender los hechos históricos! Ante la Historia sólo se puede entrar con la cabeza descubierta. ¡Pobres de los racionalistas, de los que quieren ser más jacobinos que los de la revolución francesa! Desde la insurgencia, la clandestinidad y el exilio se puede únicamente soñar. Sólo desde el poder político se pueden transformar la sociedad y la Historia. Una vez que se tiene, se adquiere una inmensa responsabilidad.
El espíritu de los revolucionarios no puede naufragar en las aguas muertas de la burocracia, el freno nefasto al movimiento enérgico y liberador que permite a todo proceso observar una dialéctica original: escuchar y tomar ejemplo de otras experiencias, pero asumir la singularidad de la propia.
Era necesario el 10 de octubre de 1868, como lo fue el 24 de febrero de 1895 y el primero de enero de 1959. La visión de la Revolución como una sola, como un devenir secular, nos da firmeza desde el sentido culto de que ella, la Revolución, no es un revolico ni una algarabía, ni un estentóreo movimiento, sino algo más profundo y serio.
Así lo vio Céspedes en la madurez de su pensamiento y en su alocución memorable al ser proclamado presidente de la República en Armas el 11 de abril de 1869, cuando «en el acto de empeñar su lucha contra el opresor», como un compromiso ante su «propia conciencia» juró: «Cubanos: con vuestro heroísmo cuento para consumar la independencia. Con vuestra virtud para consolidar la República. Contad vosotros con mi abnegación».
NOTAS:
¹ En Martí, José. “Carlos Manuel de Céspedes”. En La revolución de 1868. Centenario 1868. Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1968, pp. 197-198.
² Martí, José. Obras Completas. Tomo 4. Editorial Ciencias Sociales. La Habana 1975, p. 359.
En el siguiente video Carlos Manuel de Céspedes, el Padre de la Patria, realizado por Razones de Cuba:
Tomado del sitio digital del Historiador de la Ciudad de La Habana