La Habana tiene varios lugares que se hicieron famosos por una melodía. Pero posiblemente ninguno lo ha sido tanto como la esquina de Prado y Neptuno en el centro de la capital cubana.
Mucho y bueno propiciaron en un viejo edificio de esta intersección los salones alquilados para bailes. Estaban en los altos y tocaba la orquesta América de Ninón Mondéjar. Precisamente su director musical, Enrique Jorrín, fue el responsable de la celebridad que selló la convergencia de ambas calles capitalinas.
Este mulato bonachón nació en Pinar del Río y fue un niño prodigio, destacado compositor de danzones, entre ellos, Hilda, cuando tenía solo 11 años de edad. Al poco tiempo, concibió para el violín, instrumento que siempre lo acompañó, Osiris, pieza clásica de nuestra música.
Luego de graduarse en el entonces Conservatorio Municipal de La Habana, integró diferentes agrupaciones hasta incorporarse a la que le dio la fama.

Fue una noche de 1948 cuando todo cambió para el talentoso joven. Se le ocurrió un ritmo diferente, con gran aceptación de los bailadores y por el sonido que hacían al arrastrar los pies lo nombró chachachá. Pero su impacto fue mayor por lo atractivo de su primer tema: La engañadora, surgido a partir de una historia muy simpática.
Desde entonces es difícil no relacionar la esquina de Prado y Neptuno con Enrique Jorrín y el género sonoro que lo llevó a la cima del pentagrama internacional. Otros títulos suyos exitosos fueron El alardoso, Nada para ti y El túnel. Era evidente su lucidez para, a partir de situaciones cotidianas, hacer crónicas musicales bien recibidas por el público.
Tras salir de la Orquesta América, el maestro Jorrín fundó su propia agrupación y recorrió varios países, pero México fue donde el ritmo del chachachá mejor se desarrolló.
Aun después de su muerte, este ícono del arte sonoro cubano tiene muchos seguidores, el chachachá se baila en no pocos salones del orbe, en tanto Prado y Neptuno continúa atrayendo miradas por su legado musical.