Hay ecos que no mueren: siguen danzando entre los cuerpos, entre la tierra y el aire, en la memoria viva de un pueblo. Así resuena hoy el nombre de Alfredo O’Farrill Pacheco, Maestro y Premio Nacional de Danza, quien ha partido dejando una huella inmensa en la cultura cubana.
La muerte, incansable, vuelve a golpear al arte, pero no podrá borrar la fuerza de quien hizo del ritmo y la raíz un mismo lenguaje.
Figura emblemática de la danza afrocubana, Papá Shangó —como todos lo llamaban— fue un artista multifacético: cantante, percusionista, coreógrafo y, sobre todo, pedagogo entrañable. Su paso por el Conjunto Folklórico Nacional de Cuba lo consagró como uno de los intérpretes más auténticos de las deidades yorubas, y su forma de encarnar al orisha del trueno lo hizo leyenda entre sus compañeros y discípulos.
Su vínculo con el legendario Jesús Pérez le dio dominio sobre los tambores batá, los toques sagrados y los secretos de añá. Pero más allá del virtuosismo, en Alfredo vibraba la fe, el respeto profundo por las tradiciones y la energía de quien sabía que enseñar era también sembrar eternidad.
Deja una estela luminosa en la Universidad de las Artes y en cada escenario donde impartió su saber. Su risa contagiosa, su mirada bonachona y sus relatos increíbles quedan grabados en quienes compartieron su camino. Los jóvenes —sus alumnos, sus herederos— lo recordarán siempre como ese padre-amigo que impulsaba a volar con el corazón encendido.
La vida quiso que poco antes de su partida se estrenara el audiovisual Papá Shangó, obra reciente que recoge su legado y su grandeza humana. En él, la imagen del maestro late con la fuerza de un símbolo: la del hombre que convirtió la danza en rito, el ritmo en palabra y la enseñanza en acto de amor. Hoy ese documental se transforma en testamento, en tambor que sigue llamando a la memoria colectiva.
El tambor ha callado un instante, pero su espíritu sigue tocando: porque Papá Shangó no se ha ido, solo ha cambiado de compás.
Foto: Tomada de Granma